25/09/201705:00:37

Un nudo en la garganta

Agustín Basave

25/09/201705:00:37

El 19 de septiembre de 1985 yo estaba en Oxford, Inglaterra, a donde acababa de llegar para iniciar mi doctorado. La fecha original de mi boleto para volar del DF a Londres era el mismo día del terremoto, pero terminé mis trámites antes de lo previsto y adelanté mi viaje una semana. Me enteré de lo ocurrido por los noticieros televisivos, pues no había internet ni celulares y los teléfonos fijos no funcionaban. Mi sensación de impotencia fue terrible; aunque mi familia inmediata estaba conmigo y el resto vivía en Monterrey, no sabía si mis amigos chilangos estaban bien y no podía hacer nada. No tenía dinero, como becario que era, para regresar al país, y tuve que esperar semanas para leer los periódicos mexicanos que me llegaron por correo. El 19 de septiembre de 2017, en cambio, yo estaba en la Ciudad de México, en la Cámara de Diputados. Se realizó un simulacro de temblor y dos horas después, ya en el pleno, el ensayo se volvió realidad: sentí que mi silla saltaba y el edificio se mecía de un lado a otro. Salí corriendo y llegué a la explanada donde hacía dos horas nos habían reunido en el ejercicio de adiestramiento. Traté de llamar a mi esposa y a mi hijo mayor, quien estaba de visita. Imposible. La telefonía móvil se había interrumpido. Salí rumbo a mi casa y al llegar supe que, gracias a Dios, ambos estaban bien.
No había luz y solo podía leer noticias vía Twitter, en mi celular. Poco a poco se me revelaba la magnitud del sismo: los edificios colapsados, las personas fallecidas o atrapadas bajos los escombros. Salí a caminar, pero en los alrededores del condominio donde vivo en Coyoacán no vi grandes daños. Más tarde me llegó la noticia de que en un campus del Tec de Monterrey, mi alma mater y lugar de trabajo de mi mujer, había un derrumbe y alumnos desaparecidos. El plantel está en Tlalpan y se me hizo fácil subirme al coche e ir con ella hacia allá. Me percaté de mi error al quedar embotellado en División del Norte, contribuyendo al caos vial. Fue entonces cuando vi con mis propios ojos el fenómeno del que hace 32 años me enteré por las crónicas: la emergencia de otro Estado, de otra sociedad políticamente organizada. Algunos muchachos dirigían el tránsito en las esquinas, otros conducían autos con las cajuelas abiertas, repletas de víveres y botellas de agua, unos más los escoltaban en motonetas, supliendo las sirenas de patrullas con el claxon y exigiendo a gritos que los demás vehículos se hicieran a un lado. Los jóvenes habían asumido el mando. Cierto, este 19-S hubo mayor presencia de autoridades formales. Lo observé yo mismo en varias partes: en las inmediaciones del Colegio Rébsamen, en Petén y Zapata, en Saratoga. En cada uno de esos sitios de derrumbe había un militar del Ejército o la Marina a la cabeza, pero la afluencia espontánea de civiles era tan abrumadora como indispensable. Los centros de acopio que pude ver, además, fueron organizados y operados exclusivamente por voluntarios. Su ingenio para clasificar, almacenar y distribuir alimentos y medicinas improvisó una logística bastante eficaz.
Ya habrá ocasión de analizar cómo en horas aciagas la regla se vuelve excepción y el gandayismo trueca en desprendimiento, acaso porque la tragedia provee un nuevo sentido a las vidas de millones de mexicanos sumidos en la rutina de la corrupción. Habrá tiempo para valorar los nuevos liderazgos y organizaciones que han surgido. Por ahora me quedo con la paradoja de que los peores tiempos producen a los mejores seres humanos. De pronto sobra lo que normalmente falta, sentido de pertenencia y heterofilia. En México, desde el martes pasado, las calles se congestionaron de solidaridad y el aire se contaminó de bonhomía: el ferretero que donó su inventario, el octagenario de la Cruz Roja que ayuda sin esperar nada a cambio, el señor que apenas tiene para vivir y regala tamales y atole, los Topos que arriesgan su vida para rescatar sobrevivientes, Frida —la real, la perra socorrista— que encuentra víctimas; una multitud de mujeres y hombres, de héroes anónimos que se parten el alma para apoyar a personas de cuya existencia no tenían noticia. Habrá que resolver muchas cosas, empezando por el problema presupuestal, pero hoy me quedo con la emoción, chovinista o no, de saber que en la adversidad de desastres naturales no hay pueblo más generoso y mejor organizado que el nuestro. Me quedo con el himno y el puño en alto. Me quedo, sencillamente, con un nudo en la garganta.