22/05/201705:00:23

Albazo electorero de PAN y PRD

Agustín Basave

22/05/201705:00:23

Nuestra transición democrática ya no está atrojada; ahora está retrocediendo a causa de la restauración autoritaria emprendida por el PRI-gobierno. El Presidente de México, a contrapelo de la imagen de debilidad proyectada por el altísimo porcentaje de mexicanos que hoy lo reprueba, sigue siendo demasiado poderoso. Esto nos encamina de regreso al antiguo autoritarismo. Si hacemos un análisis comparativo veremos que un común denominador de las democracias consolidadas son los contrapesos a los jefes de gobierno —rendición de cuentas por delante—, lo mismo en los regímenes parlamentarios europeos que en Estados Unidos. De hecho, aún en el contexto del síndrome del caudillo latinoamericano hay ejemplos de ruptura del tabú presidencialista: aunque Brasil fue injusto con Rousseff y Guatemala tuvo que recurrir a una comisión internacional, ambos países han demostrado que no tienen intocables.
Los diseñadores de instituciones políticas suelen tener la precaución de no debilitar al Ejecutivo. Les preocupa el fantasma de la ingobernabilidad, el peligro de desestabilización que habría si los artilugios opositores para derrocar a un presidente o a un primer ministro fueran eficaces. Digamos que entre el equilibrio y la ejecutividad a menudo se inclinan a esta última. Con todo, ningún sistema verdaderamente democrático carece de controles a las jefaturas de Estado y/o de gobierno. Comparemos el caso del presidencialismo estadounidense —en el que según muchos politólogos se manifiesta dicha inclinación— con el mexicano. Allá no es fácil investigar y menos destituir al presidente, pero existen mecanismos para hacerlo; acá es prácticamente imposible. La inmunidad de este lado de la frontera —impunidad, de hecho— es enorme.
Es en este punto donde se puede apreciar la restauración priísta. Antes de la alternancia la Presidencia de la República tenía en México, además de las atribuciones que señalaba la Constitución, una fuerza adicional que emanaba de las “facultades metaconstitucionales”, como les llamó Carpizo. Con la caída del PRI en el 2000, el presidente perdió el margen de maniobra que le daban las reglas no escritas. Pero a partir del retorno del PRI en 201q2 las cosas empezaron a cambiar. Enrique Peña Nieto reeditó el mando presidencial sobre los gobernadores y los legisladores priístas, que son mayoría, y reforzó el asedio sobre el Poder Judicial, los órganos “autónomos” y los medios, mediante la reconstrucción de una hegemonía que tiene como correa de transmisión a su partido.
Por eso Peña Nieto, pese a su desprestigio e impopularidad, es intocable. Ha quedado a salvo tanto de pesquisas imparciales sobre un evidente conflicto de interés como de cuestionamientos serios en los medios electrónicos (quienes documentaron el caso, Carmen Aristegui y su equipo, perdieron su espacio en la radio). Donald Trump tiene recursos jurídicos y políticos para proteger su mandato, pero ninguno de ellos lo ha salvado de la creación de una suerte de fiscalía especial para indagar una presunta colusión con el gobierno ruso para apoyar su campaña electoral —más lo que se acumule en el camino— ni de una crítica demoledora por parte de la televisión sobre el probable abuso de poder para beneficiar a sus empresas. Si bien es difícil predecir si la investigación llegará o no al impeachment y más si sufrirá la suerte de Nixon, está claro que el hombre más poderoso de la Tierra no puede escapar a los checks and balances. Y el contraste puede ilustrarse con muchos otros ejemplos: mientras Peña pudo achatar el Sistema Nacional Anticorrupción, Trump tuvo que acatar la invalidación de un juez a su orden ejecutiva para prohibir el ingreso de nacionales de varios países musulmanes.
Las comparaciones son odiosas, sin duda. En Estados Unidos —cuya democracia actual, dicho sea de paso, está siendo cuestionada por no pocos estudiosos— son legión quienes critican públicamente los conflictos de intereses que rodean a la Administración de Donald Trump, y no es imposible que pierda la Casa Blanca; en México apenas se mencionan las relaciones indebidas de Enrique Peña Nieto con constructoras, y ni siquiera es concebible que pierda su casa blanca. Allá pueden con las mayúsculas, aquí no podemos con las minúsculas.